"DESPACHOS" DE TACNA
(Por
Fredy Gambetta Uría
)"En Tacna, cuando éramos niños, nos mandaban a comprar a la tienda o al despacho, nunca a la bodega, porque ese término solamente se empleaba para referirse a los lugares donde se vendían licores, vinos especialmente.
Los limeños llaman bodega a lo que nosotros llamábamos despacho. Parece mentira, pero no estoy seguro si aún se sigue empleando el término para aplicarlo a los establecimientos comerciales en los que se venden abarrotes.
Entre los despachos que recuerdo, cerca de mi barrio -octava cuadra de la avenida Bolognesi, frente al mercado-, estaban el de mi padrino "Queco" Basili, que lo atendía él. Era un italiano bonachón, de lentes sobre la nariz y que usaba pantalones bastante más abajo de la cintura. Su despacho ocupaba la esquina formada por Bolognesi y la pequeña y estrecha, en aquellos años, calle Moquegua, que apenas la conforman dos cuadras. Tenía una puerta a la calle Moquegua y la otra a la alameda.
Olvido citar, tres puertas más arriba de mi casa, el despacho de un señor de apellido Palomino, en el que se encontraba siempre la familiar presencia de Cámac, un indio aymara, canchero, que siempre estaba borracho y chacchando coca, al que he retratado en otras crónicas. Los cancheros, llamados aparapitas en La Paz, se dedicaban a cargar toda clase de bultos en el mercado. Tenían una soga atada a la cintura.
En la esquina de Bolognesi y Junín, al término de la sétima cuadra, se ubicaba el despacho de la madama Giovo. Era bastante amplio, casi un almacén. La madama Giovo era alta, gruesa, blanca, muy simpática. Una italiana clásica. No sé cuándo moriría o si está o no enterrada en Tacna. Pregunto porque para mí nada más grato sería que ir a su tumba a devolverle un poco de ternura. Ahora que, como nunca antes, tantas veces, voy al cementerio. En mi infancia, sin decírselo, yo le tenía a la madama Giovo un inmenso cariño. Como si hubiese sido una tía muy querida.
En el perímetro del mercado existían varios despachos. Uno de ellos el de la madama Lombardi, abuela de "Chiqui" Chiarella, mi compañero en el colegio. En realidad no era un despacho, era un almacén; el de Serquén, un poco más arriba, en la esquina de Bolognesi con Gil de Herrera y, una cuadra más adentro, en lo que antaño fuera el despacho de mi bisabuelo, don Santino Gambetta, italiano pobre, conocí el de Mazuelos, en el popular barrio del Caracol.
Recuerdo el primer despacho de Orlando Franco Mendoza, pequeñito, en la esquina de Bolívar con Moquegua, atendido entonces por Celia, hermana del propietario, que me permitía comer, a hurtadillas, unos sabrosos camaroncitos chinos, directamente del saquillo.
Entre San Martín y Moquegua, frente a la calle principal, estaba don Dalio Mendoza, hombre solitario que, creo, vivía con su anciana madre. Don Dalio, antes de morir, donó sus propiedades a la Benemérita Sociedad de Artesanos y Auxilios Mutuos "El Porvenir", con lo que realizó una excelente obra póstuma. Sin embargo, la esquina no la han aprovechado, hasta ahora, pese a su buena ubicación, frente a la Plaza Zela. Allí podría levantarse un edificio.
Al finalizar la cuadra nueve de San Martín, encontrábamos el más misterioso despacho que jamás he vuelto a ver y que despertó mi curiosidad de niño. Me refiero al que era propiedad de una anciana bajita, blanca, desgreñada siempre y de muy mal carácter. Se llamaba Victoria Maggi, hija de italiano, a quien todos apodaban "la toro". Jamás he sabido qué motivó ese sobrenombre.
Más de una vez, con cautela, me acerqué hacia aquel despacho lóbrego para ver, de lejos, a doña Victoria rodeada de gatos y perros. Yo me la imaginaba un personaje de los cuentos que entonces con avidez leía. La "toro" murió muy anciana, casi centenaria. Que Dios la tenga en su santo reino con sus gatos y sus perros y, supongo, que con muy buen humor.
Al frente del establecimiento anterior tenía su despacho un hombre muy amable, bajito, de cabello ondulado. Me refiero a don Miguel Vargas, al que llamaban con cariño "don Manuelito". Destaco que este caballero siempre, hasta sus últimos años, vistió muy elegantemente. Era una especie de gentleman criollo.
Las tiendas, la de Quina, Manzur o Moarri, para diferenciarlas, eran aquellas en las que se vendían telas u otras mercancías, pero nunca abarrotes, que eran exclusividad de los despachos.
Muchos de estos personajes no están entre nosotros. Los despachos se cerraron, sus propietarios, casi sin que nos diéramos cuenta, partieron. Su ausencia es una flor en el recuerdo.
Ellos forman ahora parte de aquella dulce y perdida infancia.
Al evocarlos me parece traer, hasta estos turbulentos e indolentes años, el sabor de una ciudad con esencia y personalidad."

(Fotografía referencial)
Tacna
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